La Tempestad

PIERPAOLO BARBIERI

El año era 1999 y el presidente venezolano Hugo Chávez, armado de victoria en las presidenciales de unos meses atrás, inauguraba una asamblea para crear una nueva constitución “eterna.”

Para concluir un discurso tan emocional como eterno, el presidente recurrió a La Tempestad de Shakespeare. Apenas se levanta el telón, un contramaestre desafía a la tormenta: “y ahora viento, sopla, sopla fuerte, haz lo que quieras tempestad, que tengo espacio para maniobrarte…” Entonces el líder parafraseó al bardo: “sopla viento fuerte, sopla tempestad, que tengo Asamblea para maniobrarte…” El público se deshizo en aplausos.

El año era 1999 y el presidente venezolano Hugo Chávez, armado de victoria en las presidenciales de unos meses atrás, inauguraba una asamblea para crear una nueva constitución “eterna.” Chávez se declaró “al servicio” de la asamblea, creada convenientemente para limitar a un parlamento que no le respondía. Chávez ganó, como tarde o temprano siempre hacía. La constitución de 1999 – la 26ava en la historia venezolana – eliminó el senado, extendió el mandato presidencial, limitó el control parlamentario sobre los nombramientos militares, y destruyó el control de la gestión ejecutiva por parte de otros poderes. Fue el principio del fin de la democracia venezolana.

El cambalache no duró veinte años. La república venezolana tuvo su último suspiro el mes pasado, cuando el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, apuró a una nueva asamblea para supeditar un parlamento con mayoría opositora. El único objetivo que eludió a Chávez en su vida puede ahora ser logrado luego de su muerte.

A pesar de la disposición militar a reprimir con fuerza letal protestas civiles desarmadas, millones de venezolanos salieron a las calles a defender su democracia. Decenas de muertos y cientos de arrestados después, siguen ahí, peleando. El mundo observa desde lejos, con Estados Unidos involucrado periféricamente y poderes emergentes sin querer descuidar sus negocios.

Venezuela importa. El populismo mesiánico y mediático que vivimos en carne propia en Latinoamérica y ahora preocupa a las élites gobernantes tanto en Estados Unidos como en Europa fue engendrado en las afueras de Caracas en los 1990s. Nació en momento histórico específico: durante el espejismo cuando Francis Fukuyama anunciaba que la historia “había terminado.” El republicanismo liberal y el neoliberalismo económico eran hegemónicos luego de la caída del Muro de Berlín y la implosión sorpresiva de la Unión Soviética. Hasta los comunistas del este, liderados por China, implementaban reformas económicas estructurales. Un “consenso de Washington” empujaba a los mercados emergentes a privatizar empresas inviables y aplicar el monetarismo para bajar la inflación. En Latinoamérica estas recetas se implementaron con fe, como bien sabemos en Argentina. Sólo la Cuba de Fidel se resistía a la historia, pobre, aislada, y desprovista de apoyo ruso. En su momento Venezuela fue ejemplo. El país esquivó el triste destino de Argentina, Brasil y Chile durante las dictaduras de una Guerra Fría que no lo fue tanto en la región. Por esto mucho se le debe a Rómulo Betancourt, un socialdemócrata varias veces exiliado pero nunca vencido que, como dijo Ronald Reagan, luchó contra “dictaduras de la izquierda y la derecha.” Una riqueza natural sólo comparable con Arabia Saudita hacía posible una redistribución del ingreso impensable en otras naciones. A pesar de esta riqueza, o quizás por ella, Venezuela era el tipo de democracia “de baja intensidad” que preocupa a los politólogos, donde las instituciones republicanas sufren profundas inequidades sociales y corrupción.

El neoliberalismo no fortaleció la república. Sin Betancourt, el sistema de partidos venezolano decaía. En 1989, un duro programa de reformas impulsado por el Fondo Monetario llevó al llamado “Caracazo,” donde el ejército reprimió con fuerza protestas sociales y saqueos. No pasaron muchos meses para que un joven coronel se decidiera a voltear al gobierno, irónicamente cuando su presidente volviera del Foro Económico Mundial en Davos, naciente allá por 1992. El levantamiento de Hugo Chávez fue un desastre, pero él nunca salió de foco. Mientras lo arrestaban por su desacato, él le habló a las cámaras: “Lamentablemente, por ahora, no logramos… nuestros objectivos.”

Por ahora. Apenas fue liberado por otro presidente en búsqueda de legitimidad, Chávez se puso a trabajar en un movimiento que rompiera el sistema de partidos existente. Prometía una salvación maniquea: la liberación del “pueblo” de la corrupta “oligarquía.” En 1998 fue electo a la presidencia – y no se fue hasta su muerte en 2013.

Su gobierno ha sido aplaudido por su consciencia social, copiada luego por muchos. La pobreza extrema rondaba el 25% cuando Chávez llegó al poder, un número vergonzoso dada la riqueza del país. El Banco Mundial estima que bajó a 9% para 2011. El desempleo – 14.5% en 1999 – llegó a 7.6% una década después, en parte gracias a un crecimiento desmedido del sector público. La mortalidad infantil bajó de 20 sobre 1000 a 13. El paternalismo televisado de Chávez inventó la exaltación del estado en un momento donde se encontraba en retirada en casi todo el mundo. Pero como otros populistas, su gobierno también priorizó trabajos estatales – y sus amados “colectivos” sociales – a mejor educación. Nunca se buscó sanar las heridas sociales; de ellas dependía la revolución maniquea.

La estrategia económica del chavismo dependió de un boom de productos primarios (commodities) que duró una década, especialmente el petróleo. Bajo su mando la estatizada Petróleos de Venezuela fue cada vez menos profesional y más política. Pero el valor de sus exportaciones creció exponencialmente, desde 14.5 mil millones el año de su elección a 60 en 2011; el oro negró llegó a significar 96% de las exportaciones venezolanas. Como ha dicho el historiador Enrique Krauze, la pasión chavista por el petróleo caro fue tan fuerte como su socialismo.

Siempre hubo tendencias autoritarias por debajo de la superficie de redistribución. En el mismo discurso donde citó a Shakespeare para justificar su hiper-presidencialismo, Chávez denunció a los caudillos regionales y a las “individualidades todopoderosas.” Sólo el pueblo podía liderar una revolución, excepto “el único hombre providencial, Jesús de Nazareth.” También citó “La revolución de las masas” de José Ortega y Gasset, un texto amado por autoritarios españoles, con un tono posmoderno: “Esa es la revolución venezolana… conducida, impulsada, sentida y amada por un pueblo.” Hasta se animó a ponerle una formula química: “Pueblo 2 Revolución.”

Y sin embargo la voluntad popular siempre terminaba siendo la de Chávez. Su “república bolivariana” fue siempre televisada e inspirada en un luchador por la libertad latinoamericana contra el imperialismo ibérico. Pero ni el pobre Bolívar se salvó de la hiperactividad chavista: el héroe fue exhumado en 2010 – siempre con cámaras – para probar una teoría conspirativa (y falsa) sobre su muerte.

Chávez nunca admitió errores o debilidades. Su teleología de la historia fue siempre más fuerte que cualquier obstáculo temporario. Esa fuerza fue aplicada con conglomerados industriales o mediáticos controlados por la oposición, los medios y eventualmente cualquier disidente político. De a poco pero implacablemente, todos perdieron, arrinconados por el estado chavista.

Dicen que las revoluciones devoran a sus hijos. La chavista los exilió. Y quien quedó fue empleado, en una orgía de nepotismo y corrupción. El banco central perdió independencia rápido. Ante una oposición dividida, Chávez pobló la Corte Suprema de fieles. La comisión electoral independiente se convirtió en un órgano de la presidencia. En el 2007 el presidente fue contra su propia constitución eterna del 1999 con 69 enmiendas que le darían poderes aún más plenos. Fue su única derrota electoral, perdiendo por poco un plebiscito para incorporarlos. Golpeado, y como siempre en vivo en televisión, Chávez aceptó el veredicto de las urnas. Pero agregó un eco de 1992: “por ahora.”

El chavismo dedicó tantos recursos a exportar la revolución como el petróleo. El segundo fue siempre un instrumento del primero. Venezuela financió la “ola populista” que reinó victoriosa en América Latina después del 11 de septiembre. Mientras Estados Unidos emprendía la lucha contra el “terrorismo global” en otras latitudes y luego “pivoteaba” hacia el Pacífico, Chávez vio un liberado de la Doctrina Monroe. El chavismo le abrió las puertas a China y a Rusia, hoy aliados económicos y militares claves de Venezuela. Estos poderes emergentes nunca cuestionaron sus métodos, y el chavismo ayudó a su penetración económica en el resto de América Latina. En las Naciones Unidas, Chávez una vez declaró solemne que “todavía podía oler el sulfuro del diablo,” una referencia al presidente estadounidense que lo había precedido el día anterior en el podio. Su petro-diplomacia mantuvo vivo al castrismo en Cuba y proveyó financiamiento (a veces ilegalmente, como la valija de Antonini Wilson) desde Patagonia a Tijuana.

Así emergió una liga populista en la región, desde el presidente Néstor Kirchner en Argentina a Evo Morales en Bolivia. Fueron ellos – liderados por Chávez – que terminaron con el proyecto de integración continental impulsado por Washington y varios aliados, el ALCA (Asociación de Libre Comercio Americana). En Mar del Plata en 2005, mientras George W. Bush y otros líderes se reunían a puertas cerradas en una cumbre, Chávez ideó un espectáculo brillante: convocó una contra-cumbre del otro lado de la ciudad. Y no invitó a políticos aburridos: habló Diego Maradona, Silvio Rodríguez, y Adolfo Pérez Esquivel. Hasta los slogans eran superiores: “ALCA, ALCA, al carajo!”

Lo que Chávez no destruyó lo cooptó: cuando Venezuela fue admitida en 2012 al Mercosur, una organización ideada por Brasil y Argentina para liberalizar el comercio intra-regional se dedicó a todo menos eso. Siempre se hablaba de “otro tipo” de integración, sin Estados Unidos y sus tentáculos, pero nunca llegó.

Fue así que Chávez lideró la carga contra la globalización neoliberal más de una década antes que Syriza en Grecia, Podemos en España, Marine Le Pen en Francia, y tanto Bernie Sanders como Donald J. Trump en los Estados Unidos mismos. Su política hasta devino en filosofía, la “escuela de Essex,” basada en el trabajo académico de Ernesto Laclau, su pareja Chantal Mouffe, y Stuart Hall. Detrás de su lacanismo post-marxista inaccesible hay ideas profundamente iliberales. La obra maestra de Laclau, La Razón Populista, justifica la redención populista como el camino posible para romper con repúblicas co- optadas por élites inevitablemente corruptas. Laclau se acercó al kirchnerismo y pasó sus últimos días en Sevilla con simpatizantes de Podemos, un partido de protesta cuyos líderes, en algunos casos, fueron financiados por el chavismo. Los métodos de Laclau no son democráticos, pero en su filosofía se justifican mediante una “voluntad popular” que transciende las urnas de repúblicas ilegítimas.

Ni las cortes, ni las comisiones, ni las constituciones detuvieron a Chávez. Sólo lo hizo el cáncer. Pero antes de morir, él mismo entendió que sus sucesores – desprovistos de su energía y carisma infinitos – necesitarían las fuerzas armadas que lo habían visto crecer. Su sucesor designado, Nicolás Maduro, no venía de los cuarteles, pero su gobierno depende de ellos.

Chávez se fue del escenario en un buen momento: la religión del crudo decayó, forzando recortes a la generosidad estatal. Maduro tuvo que reducir hasta su petro-diplomacia. Después vinieron los controles de precios y de importación, así como un cepo cambiario. Y devino un espiral económico. En un tiempo donde los países desarrollados no logran su objetivo de 2% de inflación anual, en Venezuela este año la hiperinflación llegará a más del 700%. Falta comida y medicinas esenciales. Las grietas sociales, mientras tanto, han vuelto con venganza.

Los civiles sufren, pero los militares aguantan. Como ha dicho mi colega Daniel Lansberg-Rodríguez, el gobierno de Maduro ha premiado a los militares con “bonuses, aumentos, ministerios y gobernaciones.” Hay evidencia incontestable que son las fuerzas armadas las que contrabandean petróleo a Colombia y drogas a todo el continente. Si se quiere, son una corporación diversificada.

Pero lo que ni Maduro ni sus generales pudieron detener fue la elección de diciembre, donde una oposición unida al fin en la Mesa de Unión Democrática logró una mayoría parlamentaria. Lejos de admitir derrota, el régimen entonces deshizo de la carcaza vacía del republicanismo.

Cuando la Asamblea Nacional – su equivalente del Congreso – hizo demasiadas preguntas sobre la deuda de PDVSA, Maduro dejó de reportarle. En marzo la Corte Suprema argumentó legalismos para decretar la suspensión legal del poder legislativo, como si fuera parte de sus facultades. Es un testamento a la legitimidad de la democracia que los autoritarios de ella se disfrazan.

Fue entonces que Maduró recurrió al espíritu de Chávez: organizó la elección de una asamblea constituyente con el objetivo explícito de estar por encima de la Asamblea Nacional que no controla; en sus propias palabras, “un superpoder… por encima del resto” hasta que se acordara una nueva carta magna. Lo que siguió fue la elección más sucia de las últimas décadas en Latinoamérica. La oposición boicoteó la farsa, organizando un plebiscito donde 7 millones de venezolanos rechazaron la reforma. Fue conveniente entonces que el chavismo anunciara más de 8 millones de votos una semana después, que la comisión electoral llamó – sin ironías – un resultado “sorprendente”. Sin embargo Reuters consiguió información confidencial mostrando sólo 3.7 millones de votos. Smartmatic, la empresa que proveyó las máquinas de voto electrónico, no pudo “certificar el resultado” porque alguien había “manipulado” los números. Se parecía así a las elecciones de la restauración borbónica en la España de los 1890s, donde hasta los muertos literalmente votaban por el partido conservador.

A pesar de las protestas internacionales, Maduro inauguró la nueva asamblea bajo el mando de Delcy Rodríguez, la hermana de uno de los pocos pesos pesados del régimen que no son militares. Rápidamente la asamblea se deshizo de la fiscal general crítica del gobierno y empezó a despedir a funcionaros públicos que no votaron por la reforma. ¿Y cómo saben? Sencillamente porque el gobierno tiene un nuevo “carnet patriótico” – de nuevo sin ironías – que registra las raciones de alimento que reciben sus ciudadanos, así como sus registros de voto. Esto es a pesar de que Maduro no se pudo registrar cuando quiso, para el placer de YouTube.

Es así que se han multiplicado los presos políticos, en particular los líderes opositores Leopoldo López y Antonio Ledezma, a los que el régimen mueve entre prisiones a veces escondidas y arresto domiciliario. Al menos López fue condenando en un proceso irrisorio y objetado por Amnestía Internacional; muchos otros no tuvieron esa suerte, detenidos sin órdenes firmadas por policías no uniformados. Los ecos de estas acciones nos recuerdan las horas más oscuras de América Latina en el siglo XX. Mientras las víctimas del chavismo se multiplican, lo que sigue no parece ser pacífico.

La liberación del pueblo ideada por Chávez no iba a llevar a un régimen que dispara a matar contra civiles desarmados. Y sin embargo, ha ocurrido – no a pesar del líder mesiánico que denunciaba a caudillos liberadores sino precisamente por él. Hoy los sesgos ideológicos esconden una verdad incómoda: Venezuela es una dictadura totalitaria en el corazón de un continente democrático, un régimen de los que, en otros tiempos, se bloqueaba económicamente o se golpeaba con fuerza. Tiene más prisioneros políticos que China o Cuba. Y tal es su bancarrota moral que la riqueza corrupta de su nueva oligarquía – que por los heredemos del régimen se escapa por Instagram – termina en los mismos paraísos fiscales que prefirieron en otros tiempos aquellos neoliberales corruptos.

Ahora callan los que antes recibían aportes electorales y contratos de consultoría. Alrededor del mundo, pero en particular en Latinoamérica, hay un silencio que, dadas las circunstancias, es vergonzoso. Hay organizaciones que en otras épocas lucharon contra los autoritarios genocidas y hoy miran a otro lado mientras que el chavismo reprime a sus civiles. Si las tumbas no discriminan ideológicamente, tampoco deberíamos hacerlo nosotros.

La Organización de Estados Americanos (OEA) ha intentado aplicar una doctrina que le debemos a un venezolano, a Betancourt: “regímenes que no respetan los derechos humanos y violan las libertades de sus ciudadanos deben ser acordonados y erradicados por la acción colectiva de la comunidad jurídica internacional.” Si Venezuela todavía tiene aliados atados a su petróleo en la OEA que lo bloquean, es hora que los bloqueemos a ellos también.

El Mercosur ha suspendido a Venezuela; gracias a los populistas no puede hacer mucho más. Los cancilleres latinoamericanos pueden ofrecer declaraciones, pero poco más si los grandes poderes siguen comerciando con Venezuela. Las administraciones estadounidenses de Obama y Trump han impuesto sanciones específicas contra los líderes chavistas, esta última semana contra Maduro. Es necesario ir más allá, en búsqueda de los fondos corruptos en paraísos fiscales. Éstos pueden ser usados para forzar una negociación real con la mediación del Vaticano, ya que los ex políticos han logrado poco y nada. El problema es que otros han callado. La Unión Europea que denunció la asamblea de Maduro sospechosamente no ha impuesto sanciones. No hay que mirar a Rusia y a China buscando soluciones: están demasiado preocupados en cuidar sus inversiones y su puente estratégico a la región. No son precisamente los poderes mundiales más aptos para proteger a civiles de abusos a los derechos humanos, algo que se ha olvidado en Latinoamérica en los años de inversiones gordas.

En su retórica inigualable de 1999, a Chávez se le olvidó que el contramaestre no logra detener la tormenta ingeniada por el mago Próspero. Sólo en el caos subsiguiente se redime al reino y a su rey. Otro británico, Edmund Burke, imaginó el destino de la revolución bolivariana cuando observó la francesa: en las barricadas, soñaban con la liberación del pueblo de sus opresores, pero ahora, en cada plaza se ven sólo las horcas.” En una era desprovista de hegemonías, Venezuela nos recuerda que existen destinos peores que el liderazgo global estadounidense.

--

This piece was originally published on Perfil.com

PerfilChristopher Sealey